Mundos íntimos. Una amiga y mi abuela murieron hace poco. No están, pero siguen presentes: es como vivir entre fantasmas.

2022-10-09 20:31:25 By : Mr. Allen Bao

Martín A. Ortiz Quintero

La casa que se transforma

Exterior. Noche. Toda la familia está reunida en el fondo de la casa de mi abuela, al lado de su planta favorita, una “coronita de novia”. Mi hermana dice unas palabras, mi papá hace un pozo, mi mamá me abraza y llora. Yo miro a mis tías, agarradas del brazo, suspiran entre lágrimas.

Mi hermana se quiebra mientras mi papá entierra la cajita con cenizas. Mi mamá me aprieta. Yo no quiero ver. Entonces, miro la casa. Desde el fondo, veo la pared blanca, la puerta verde, las ventanas con rejas del mismo color a cada lado. Mi tía empieza a rezar, miro de nuevo. La casa está apagada. El viento agita las cortinas; la puerta del pasillo se cierra. Mi hermana se agacha y toca la caja antes que mi papá le tire la primera palada de tierra sobre la cajita. Mis tías lloran en voz alta. Mi mamá me suelta y va con ellas. Yo doy unos pasos hacia atrás. Me seco las lágrimas, miro una vez más. La casa de mi abuela ya no está. En su lugar hay una máscara de cemento, con ojos cuadrados y la boca abierta. Corte a negro.

Esa escena tuvo lugar un mes atrás, cuando nos entregaron las cenizas de mi abuela. En ese momento, pensé que el dolor me hacía alucinar. Que la casa era nada más que una casa, que la máscara estaba en mi cabeza. Tardé un tiempo en darme cuenta que no era una alucinación, sino que quería decirme algo. Algo que comprendí segundos antes de sentarme a escribir esta crónica: la muerte transforma.

Siempre imaginé a la muerte como una entidad kafkiana, burocratizada; infinitos cubículos, con infinitas muertes, concentradas en planillas de cálculos con nombres, fechas. Llegan notificaciones y las muertes tienen que salir de su cubículo y hacer el trámite. Volver y marcar. Un trabajo que les lleva toda la eternidad, que les demanda cada segundo de su existencia. Por eso, a veces, la muerte parece desprolija, atolondrada. Mi mamá encontró a mi abuela muerta un lunes. La fue a visitar a la mañana, como todas las mañanas. Y, desde la ventana del patio, la vio sentada a la mesa, con el plato de fideos servido y el vaso de soda lleno. Cuando se dio cuenta, rompió el vidrio y metió la mano, para abrir la puerta desde adentro. Mi abuela no cenaba, así que asumimos que estaba por almorzar; que murió el domingo al mediodía. Y que estuvo así un día entero; dura, con la cabeza tirada hacia atrás, con el perro histérico a su alrededor. Todo porque la muerte se apuró. Vaya uno a saber a quién tenía que pasar a buscar después de a mi abuela. ¿Habría cambiado algo si la muerte esperaba un día más?

¿Cómo se cuándo se va a llevar a alguien?

Preguntas que me hice, pero que no podemos hacernos. Creer que una mente racional puede comprender algo tan complejo como una entidad omnipresente y omnipotente como la muerte, puede llevar a uno a lugares difíciles de salir. Y más importante, nuestro deber no está con el más allá, está en el aquí y en el ahora, en la vida. Somos mortales, nos define que nuestro tiempo es limitado, que tenemos fecha de vencimiento. Por eso lo único que podemos hacer es intentar de comprender lo que está aquí y ahora; intentar comprender y aprender a vivir con lo que deja la muerte al pasar.

Nueve meses atrás, falleció una amiga. Tenía 33 años, una hija y un esposo al cual me enorgullezco de llamar amigo. También tenía cáncer (forma sádica de igualar la ecuación). La última vez que nos vimos fue en una reunión, en su casa. Nuestro grupo de amigos consiste en tres parejas. Esa noche jugamos al truco. Jesse le enseñó a mi esposa a jugar, le escribió en un papel los valores de cada carta. Mi esposa todavía tiene el papel guardado entre el celular y la funda. Después Jesse sacó un frasco de cannabis. Me pidió que arme yo. Y obedecí. Había muchas tucas, entonces primero las desarmé y armé dos porros bastante grandes sin picar una sola flor. “Así te van a durar más” le dije, orgulloso de mi eficiencia. Ella no me contestó. Me miró y sonrió. Pero no dijo nada. Salimos al balcón, fumamos esos dos y armé otro más. La noche siguió. Tomamos café. Jugamos otro partido de truco. Puse música y bailamos. Yo no. Pero ellos sí. Bailaron hasta que llegó la hora de irse. En la puerta saludé a Jesse, le di un abrazo y le dije “nos vemos la próxima”. Ella no me contestó. Me dio otro abrazo. Y no la vi más.

Hace dos semanas nos juntamos a comer. Reservamos una mesa para cinco en un restaurante que está en un piso 32; nos dieron una de seis. La vista era inmejorable. El Teatro Colón, el Obelisco, la ciudad encendida en flashes rojos y verdes y azules. Pedimos tragos de autor; el mío tenía bourbon, coñac y absenta. Salimos a fumar sobre Capital Federal. Nos volvimos a sentar y pedimos una picada. Miré a mi esposa; tenía la vista clavada en la silla vacía. Se dio cuenta y me sonrió. A partir de ese momento, de manera intermitente, miraba a los demás. Miguel tenía la silla vacía al lado; un par de veces puso la mano y la sacó, como alguien que toca algo caliente. Para Mariela, cuando no participaba de la conversación, esa silla era lo único que había en el restaurante. Y, entonces, miré yo. No vi a Jesse. Vi algo más grande. Algo que no entra en una silla.

La primera vez que entré a casa de mi abuela después de aquella transformación en una máscara vacía de cemento fue para abrirle al fumigador Abrí la puerta del fondo, que antes siempre estaba abierta, y entré a un lugar vacío. No había platos en las alacenas, ni cubiertos en los cajones. Sobre la mesa había unos bultos cubiertos con un mantel verde. Miré por la ventana y vi la camioneta del fumigador. Fui a abrir la puerta del frente y me di cuenta que nunca había abierto esa puerta con llave, siempre era mi abuela la que abría. El fumigador y su ayudante habían bajado, tenían el equipo en la vereda y, en mi mano, temblaba un llavero con nueve llaves. Entre ellos y yo había tres puertas: una de madera maciza con una reja adelante y después la reja del jardín. No tenía idea que llave iba en qué puerta. “Nunca me dijiste cual era, abu”, dije en voz alta. Respiré profundo y probé una por una. Cuando daba con la correcta, me la separaba entre los dedos porque, claro, también tenía que cerrar. Apenas entró, el fumigador me dijo que iba a tardar quince minutos, así que me fui y dejé que haga su trabajo.

Al regresar, me dijo que había conocido a mi abuela la semana anterior, cuando le hizo el presupuesto; la describió como una persona muy habladora y entretenida. Y, sin esperar a que conteste, me contó que le había pasado algo raro, que mientras abrían las alacenas, un frasco verde que estaba en la mesa se movió y lo atajó antes que caiga al piso. Me mostró como estaba puesto y, a decir verdad, no era una posición estable para un frasco.

Después de descartar la actividad paranormal, lo acompañe a la puerta y me contó como había muerto su papá. Salió de bañarse, se sentó en la cama y le agarró un infarto; con ayuda de su hermano, lo subieron al auto. El fumigador me agarro la muñeca y me la apretó. Esto sentía, me dijo. Me soltó. Y de repente, eso. Luego de unos segundos de silencio, resopló y dijo que tuvo que vender el auto. Me dio la mano y se fue. Al verlo alejarse en su camioneta, pensé en quien sea haya comprado ese auto; en quien sea que haya heredado esa historia.

Mi abuela, una semana antes de morir, le había prometido a mi mamá el fondo de su casa para que ponga una pileta. Mis tías, por su parte, querían venderla y repartirse la plata. Es entendible, ellas viven en el exterior. ¿De qué te sirve una casa en Bernal si vivís en Colombia o en USA? Pero yo vivo en Bernal, yo paso por esa casa día tras día para llegar a lo de mis papás. Yo todavía espero cruzarme a mi abuela con su changuito de compras; todavía espero que me grite desde adentro de su casa al pasar y me pregunte por sus bisnietos. Si hacemos como el fumigador y la vendemos, me pregunté, qué historias heredarían los compradores. Entonces, salí a la calle. Y miré la casa desde afuera. Nada de máscaras. Vi una casa, con un lindo jardín y un garage. Miré alrededor y estaba parado en la calle donde nací, donde crecí, frente a la casa donde iba a merendar para ver Dragon Ball Z porque mi mamá no me dejaba verlo en mi casa; frente a la casa a la que volvía después del colegio y me esperaba una tortilla de papas o zapallitos. La casa donde mis papás se casaron. Donde nació y creció mi mamá. Y esas historias, a medida que aparecían en flashes detrás de mis ojos, me hicieron sentir algo que ya había sentido una vez, cuando en un piso 32, lo único que podía mirar era la silla vacía entre nosotros.

Esa noche, en el piso 32, todos sentimos la ausencia. La vimos en tres dimensiones, manifestada en esa silla vacía. Historias, imágenes, momentos compartidos que todos, en grupo, pusimos (juntos) en esa sexta silla. Una silla que no está vacía del todo, pero en la que nadie se va a sentar jamás. Porque esa silla la llevamos a cada reunión, a cada asado, a cada bar.

La muerte no nos lleva; nos transforma. Las flores que le ahorré a Jesse por armar porro con tucas, todavía están, le duraron y cuando nos juntamos, las fumamos entre todos; cuando nos vemos, ella está con nosotros, transformada en eso que nos falta. Tan intenso como el sabor de los tragos; tan real como el Obelisco, real para que cinco personas puedan verlo y sentirlo al mismo tiempo; tan profundo que duele.

La transformación de casa en máscara es lo mismo. El tema es que todas las personas reunidas alrededor de la coronita de novia, estaban lastimadas, dolidas. Yo también. Mi dolor era (es) gris, eléctrico; flotaba sobre cada uno de mis pensamientos, tironeaba cada músculo de mi cuerpo; como una mantarraya etérea que me envenenaba de dolor. Con esos ojos vi la ausencia, la transformación; no me dio tiempo de pensar en Jesse, en la sensación de su eterna compañía.

Pero cuando se fue el fumigador y volví a entrar, de día y solo, sentí las historias, vi las imágenes, recordé momentos compartidos que todos, en familia, pusimos en esa casa. Los almuerzos después del colegio con el Zorro de fondo; los partidos de River con mi abuelo estresado; en ese comedor vimos, con mi abuela y mi mamá, como los terroristas derribaban las torres gemelas. Todas esas historias, aparecían frente a mí como pop ups en una página web.

En ese momento, empecé a escribir esta crónica. Le pedí permiso a mi amigo para escribir sobre Jesse y respiré hondo, como alguien que debe zambullirse por un largo rato.

Interior. Día. Todavía estoy sentado solo en el comedor de lo que era la casa de mi abuela. En el mismo lugar donde me sentaba a merendar y ver Dragon Ball Z, en el mismo lugar que se sentaba mi abuelo a comer y ver el noticiero, en el mismo lugar donde vi a mi abuela por última vez, con los fideos en el plato, muerta.

Y pienso en que este es el final de la crónica.

Ya no tengo nada más que contar.

Martín Alejandro Ortiz Quintero es sociólogo y escritor. Es cofundador del instituto de inglés The Password Institute donde se desempeña como profesor de literatura inglesa y norteamericana. También es profesor en la Universidad de Belgrano, donde tiene a cargo las materias Medios y Opinión Pública, y Partidos Políticos. Nacido y criado en Bernal, es amante de las motos y el básquet. Entre sus producciones periodísticas y literarias hay artículos informativos sobre tecnología, sociedad, y cultura para el noticiero digital Voces Digitales; “La Fuerza”, un libro de cuentos policiales; y se encuentra en proceso de edición de “Zona Liberada” , su primera novela negra.

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