Fui, vi y escribí: Vamos a la mesa - Infobae

2022-10-02 11:59:19 By : Mr. Barton Zhang

Una casa de familia es aquella en la que, además de mantener el fuego sagrado del amor bien prendido, se mantienen las ollas en el fuego. El hecho es que simplemente a nosotros nos gusta comer. Soy con orgullo una madre de casa de comidas.

No soy una persona que puede calificarse de obsesiva, pero tengo algunas obsesiones: no puedo dormir con las puertas de los placares abiertas, no puedo andar por la vida sin aros y no puedo tener la heladera vacía o a medio llenar. Esto último es demoledor, angustiante en tiempos difíciles, y posiblemente la mayor herencia de mi madre, para quien la fortuna y el bienestar se manifestaban a través de una única imagen: una heladera colmada y tentadora.

Me gusta comer y dar de comer; soy de las que se levanta y mientras desayuna piensa en las comidas del resto del día y que durante las vacaciones o los fines de semana rumia sobre lo que va a comer en cuanto termine comer. No como muchísimo cada vez, soy como los bebés, necesito comer seguido. Ahí donde estoy, tengo un espacio con mis “raciones de combate”. Lo saben mis hijos (que pasan seguido a llevarse algún tentempié) y lo supieron siempre mis compañeros de trabajo, quienes más de una vez vieron saciado su apetito imprevisto con galletitas saladas o dulces de mis provisiones. O barritas. O caramelos.

¿Acaso se embriaga con vino el ruiseñor?¿Y el águila con leche? ¿O con enebro los zorzales?El águila se embriaga con su vuelo. El ruiseñor se embriaga con las noches de estío. La llanura tiembla de calor. Natanael, que toda emoción sepa convertirse en embriaguez para tí. Si lo que comes no te embriaga es que no tenías hambre.

(Los alimentos terrestres, de André Gide,1897)

No sé qué habría pasado con mi gusto por la comida si hubiera vivido sola, se me hace difícil imaginarlo a esta altura. Pero así como conozco mi pasión organizadora de comidas propias y familiares, sé también que hay ciertas comidas, especias y vinos que me provocan tanta emoción como la que me provoca una pintura o alguna música. Es el gusto, el aroma y la asociación de esa comida con el lugar en donde la experimentamos y disfrutamos lo que despierta esa emoción, ese latido. (No puedo explicarte lo que padecí durante la semana que el Covid me dejó sin gusto ni olfato, fue un infierno).

Posiblemente lo que nos motiva sea la misma memoria afectiva que le hizo escribir a Proust acerca de la famosa magdalena de su tía. Sin su talento -pero con mucha garra, eso sí- dejo acá una lista de comidas que siguen frescas en mi recuerdo.

*El borsht de remolacha caliente con pampushkas (pancitos a base de levadura con ajo y semillas de amapola) que compartí con un colega italiano en Kiev, un mediodía helado.

*Las panzadas de comida judía en Le Marais.*Un helado de chocolate y sambayón en el Trastevere a la hora del crepúsculo.

*Lo más exótico que comí en mi vida: serpiente asada en China (tan asada que consiguieron que no pensara en lo que estaba comiendo, afortunadamente).

*Tomates verdes fritos en una mesa comunitaria en un barrio de Nueva Orleans, con Daniel González, un año después del Katrina.

*Los pierogi que comimos en una cena alucinante en las minas de sal de Wieliczka, en Polonia.

*Cena ultramoderna con colegas en el Rijksmuseum de Amsterdam, luego de ver, con el museo cerrado, la Ronda Nocturna de Rembrandt.

*Un viaje a Escocia con W. con dieta acorde a la devaluación del momento, modesta, local y exquisita: cullen (sopa económica escocesa a base de crema, pescado y papa), chocolate y whisky.

*Los latkes de papa y los pepinos en salmuera de mi bobe Rebeca.

*La sopa de pollo perfecta y el café helado proto frapuccino que preparaba mi bobe Juana (lo hacía con el café Arlistán que se hacía traer de Uruguay).

*Perdices en Toledo, en un restaurante en el que ese mediodía se celebraba una boda.

*Los desayunos inolvidables del hotel Londonskaya, en Odessa, con salmón y arenque. Había champagne, juro que me privaba.

*El capuccino con alfajor que compartimos con mi papá y Mabel el día que los llevé a pasear en auto a Puerto Madero en plena pandemia y clandestinos. Nos sentamos afuera del local, felices como si fuéramos chicos.

*Las granadillas, el fruto más maravilloso del mundo, que no existe en Argentina. Cada vez que lo como, en serio me dan ganas de llorar.

*El primer sándwich de falafel en pan pita que comimos con Gus Streger al llegar a Israel.

*Los ajiacos de Clemencia en Bogotá.

*Los tortellini alla bolognesa que Lucia (pronunciar Luchía) nos traía por las noches a mi amiga Nancy y a mí en la Trattoria da Pietro, cuando íbamos a trabajar a Bologna.

*Los varenikes acompañados de pinot grigio que comí en un restaurante que pasaba videos de comedias soviéticas en las primeras horas de mi regreso a Moscú en 2019, después de 11 años de no estar en esa ciudad.

*Las corvinas asadas por W. con mucho limón, ajo y perejil que cenamos cuando estamos de vacaciones, siempre. Me gusta mucho después raspar los restos de la carne blanca del pescado y usarla en ensaladas al día siguiente.

Una periodista en la cocina

“Quien siempre haya sido medido con una comida, nunca la habrá experimentado, nunca la habrá sobrevivido. Sabrá, en todo caso, cómo disfrutarla, pero jamás conocerá la avidez, el camino que se abre de la calle espaciosa del apetito y nos lleva a la selva del devorar. En el acto de devorar se conjugan el carácter desmedido de la apetencia y la igualdad de esa materia en que la apetencia se sacia. Devorar significa, ante todo: devorar entero, de cabo a rabo. No hay dudas de que el devorar es más destructor que el disfrute. Por ejemplo, cuando uno muerde un buen bocado de mortadela como si fuera un pan, cuando nos hundimos en un melón como en una almohada, o lamemos caviar de un papel arrugado, o cuando uno se olvida de todo lo comestible en el mundo frente a una horma de queso edam”.

Así arranca un texto de Walter Benjamin del libro Denkbilder. Epifanías en viajes, en el que narra una anécdota en Secondigliano, un barrio de Nápoles, cuando, tentado por un carro que ofrecía los frutos en la calle, compró higos frescos aunque la mujer que los vendía no tenía papel para envolverlos, por lo que debió llevarlos cargados en las manos y en los bolsillos. El relato de ese “no parar de comer” que se termina convirtiendo en odio por los higos es algo extraordinario.

Cocino desde hace mucho tiempo; alguna vez lo conté. Empecé a cocinar cuando mis padres, ya separados, aún convivían y -desobedeciendo las indicaciones de mi mamá- le preparaba algo a mi viejo por las noches, cuando llegaba muerto de hambre. Nunca tuvo un gran gusto por la comida, mi papá. Podía comer todos los días lo mismo y le daba igual. Gracias a eso pude experimentar sin demasiadas críticas.

Así como me gusta comer, me gusta cocinar. Soy gran lectora de recetas y también una muy buena editora de recetas: después de leer varias de una misma comida te armo una consolidada, perfecta y con toque personal.

Si tuvieran que elegir de entre mis especialidades, creo que amigos y familia dirían sin dudar la torta helada de café y chocolate, un semifreddo que preparo desde hace más de treinta años, que se comió en navidades, cumpleaños y celebraciones varias y que resiste el paso del tiempo tanto en sabor como en estética.

Va la receta, desde Plaza Irlanda, para todo el país. Y para todo el mundo también, ok.

4 cremas batidas a chantilly c/azúcar impalpable. Un poquito de esencia de vainilla, poquito.

Merengue, si es en discos, mejor, aunque no es fácil conseguir.

Un chorro de café instantáneo y cacao dulce a gusto.

Pedacitos de chocolate de taza, nueces picadas, copos de dulce leche.

Todo en capas, vas alternando. Y echo la crema en cucharones.

Completás con merengue y pedacitos de chocolate arriba.

Dejar al menos 24 horas en el freezer.

No es nada difícil, te aseguro.

Como no me doy por vencida y sigo modesta, busco aprender. Recientemente perfeccioné el chupín de pescado gracias a una receta de Paulina, a quien sigo en las redes hace algunos años, y durante la pandemia podía pasar horas viendo los videos de Fernando Trocca, así como me engancho seguido a ver la cuenta de Instagram de Osvaldo Gross. Sigo también varias cuentas locales y de otros países, de restaurantes y cocineros, y entre ellas también hay varias cuentas no profesionales de mujeres españolas e italianas -mayores, incluso más grandes que yo- que encontraron en la tecnología una manera de transmitir sus conocimientos. Me cuelgo mucho viendo programas y páginas de cocina. También mirando los libros espectaculares que se publican. Foto y receta es un maridaje espectacular.

En un mundo que cada vez me ofrece menos expectativas, mi propia cuenta de Instagram se fue convirtiendo en una galería hermosa de colores y recetas, en el que las imágenes de comidas y alimentos conviven con obras de arte, fotografías de películas y también todo lo relacionado con el mundo de las plantas. Esos son mis intereses hoy, solo quiero cosas hermosas. Para oscuridad, me alcanza con mis pensamientos.

Como a muchos de ustedes, no solo me gusta cocinar sino que me gusta ver cocinar. Hay algo en esa observación que seguramente me lleva muy lejos en el tiempo, cuando ver la coreografía de las manos de mi mamá trabajando sobre la comida provocaba no sólo deleite, también fascinación.

Literatura, pantallas, ¡y a comer!

“Cada día tres pequeñas raciones de gachas, muy aguadas, con una cebolla dos veces por semana y medio panecillo los domingos.” (Oliver Twist, de Charles Dickens,1837-1839)

“Nuestros apetitos están afilados por el viaje helado y, en particular, Queequeg ve su alimento preferido de la pesca delante de él, y la sopa, incomparablemente excelente, es despachada con gran expedición”. (Moby Dick, de Herman Melville, 1851)

“Toma un poco de vino —dijo la liebre en tono alentador—. Alicia miró cada rincón de la mesa, pero no había más que té.” (Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, 1865)

Me dispongo a citar de memoria, te juro que no estoy buscando nada, es tanto lo que hay en la literatura que seguramente ustedes me van a escribir para recordarme otros ejemplos: los asados de Saer, los sorrentinos de Chiche Vespolini en la preciosa novela de Virginia Higa, Paradiso de Lezama Lima, las Odas elementales de Neruda, las novelas de Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán, las del comisario Montalbano de Andrea Camilleri, la inquietante La cena, de Herman Koch, el erotismo en Canon de alcoba, de Tununa Mercado, las Notas de cocina de Leonardo Da Vinci…

El francés Alexandre Balthazar Laurent Grimod de La Reynière (1758-1838) fue un hombre creativo, temperamental; un sibarita extravagante a quien se reconoce como el primer periodista gastronómico de la historia. Su oficio llegó en los genes: cuatro años antes de su nacimiento, su abuelo había muerto atragantado con foie gras.

En los primeros años del siglo XIX, Grimod -que fue, por cierto, un gran cronista de su tiempo- creó el Almanaque de los golosos y más tarde el Manual de anfitriones -en español, publicado por Tusquets-, con normas sociales para invitar y recibir, y códigos de gentileza y del buen comer. Es allí, en esos textos que fueron pensados como efímeros, donde es posible hallar frases como “la sopa es a la comida lo que la fachada al edificio” o esta otra máxima, ingeniosa y reveladora: “Un anfitrión que no sabe trinchar y servir es como el dueño de una magnífica biblioteca que no sabe leer”.

Mucho tiempo antes, Erasmo de Rotterdam se había dedicado a las formas de sentarse a la mesa en su De la urbanidad en las maneras de los niños (1528), en donde señalaba cosas como estas:

”Ofrecer tajadas medio comidas por ti a otro es costumbre poco honesta. El pan ya roído vuelto a sumir en la salsa es pueblerino; tampoco es elegante echar fuera de las fauces el alimento y volverlo a poner en el plato de uno; pues si acaso se ha tomado algo que no se deja tragar bien, apartándose a escondidas uno debe arrojarlo a algún sitio. (...) Roer los huesos con los dientes es perruno; limpiarlos con el cuchillo, urbano. (...) Lamer el propio plato o la bandeja donde ha quedado pegada azúcar o algo dulce es cosas de gatos, no de hombres.”

Los festines con alimentos no solo tienen lugar en grandes salones. En La montaña mágica, Thomas Mann describe una suerte de contradicción lógica, manjares en medio de la enfermedad y el confinamiento:

”La comida era tan excelente como copiosa. Contando la sustanciosa sopa, comprendía nada menos que seis platos. Después del pescado venía un sólido plato de carne con diversas guarniciones; luego un plato especial de verdura, carne de ave asada, un postre especial de natillas, tan rico o más que el de la víspera y, finalmente, queso y fruta. Cada fuente pasaba dos veces, y no en vano. Se llenaban los platos y se comía en las siete mesas; un apetito feroz reinaba bajo aquel techo, un hambre canina que hubiera sido observada con placer si, de algún modo, no hubiera resultado al mismo tiempo inquietante, repugnante incluso”.

Como sabemos, no solo la literatura dio y da cuenta de la relación con los alimentos. La pantalla también está llena de escenas vinculadas a la cocina y la comida. Sin ánimo alguno de exhaustividad, va una pequeña lista

*La fiesta inolvidable, de Blake Edwards, con Peter Sellers

*La gran comilona, de Marco Ferreri

*El discreto encanto de la burguesía, de Luis Buñuel

*La fiesta de Babette, de Gabriel Axel

*La cena, de Ettore Scola

*El padrino, de Francis Ford Coppola

*Big Night, de Campbell Scott y Stanley Tucci

*El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway

*María Antonieta, de Sofía Coppola (a propósito, y sin dejar de pensar en la frivolidad de la señora, no hay evidencias acerca de esa célebre frase sobre el hambre del pueblo que se le endilga a la reina que terminó decapitada: “Si no tienen pan, que coman brioche”)

*Como agua para chocolate, de Alfonso Arau, basada en la novela de Laura Esquivel

Una escena que me encanta, en donde la venganza viene de la mano de la comida y la humillación, es la de el libro y la película de Nora Ephron El difícil arte de amar (Heartburn, en inglés), cuando Rachel (Meryl Streep) le embadurna la cara con la key lime pay al infiel Mark (Jack Nicholson) delante de todos los amigos. No creo que haya mujer alguna que habiendo visto esa escena no haya compartido la satisfacción de ese gesto.

Otra escena espectacular es la que cuenta Edgardo Cozarinsky en su Museo del chisme acerca de la condesa Marina Querini-Benzoni, perteneciente a una de las familias más antiguas de Venecia, quien fue muy hermosa en su juventud y seguía sensual en su “obesa madurez”, cuando tuvo relaciones con Lord Byron que se concretaban en góndola y por los canales. Cuenta Cozarinsky que el amante vio una noche surgir “del escote de la dama una sutil voluta de vapor”, aunque muy pronto se decepcionó al confirmar que no se trataba de una manifestación de la intensidad del deseo sino de un poco de polenta que la dama “mantenía caliente entre sus pechos apretados” y que iba retirando con dos dedos y llevándose a la boca. El humito era pasión, sí, pero pasión por la comida.

Esta historia, y otras mencionadas en este envío y muchísimas más fueron recuperadas en un libro indispensable sobre el tema que se llama Escritos sobre la mesa. Literatura y comida, compilado por Mariano García y Mariana Dimópulos, quienes -además de preparar la antología con obras de todos los tiempos y diferentes culturas- hicieron un preciso prólogo para este trabajo ameno y muy riguroso, que cuenta además con traducciones originales de los textos seleccionados. El libro fue publicado en 2014 por Adriana Hidalgo.

Otro libro hermoso y original, álbum de fotografías de grandes comidas de la literatura es Fictitious Dishes: an Album of Literature’s Most Memorable Meals, de Dinah Fried.

Días atrás, vi en la cuenta de Instagram de Agustina Paz Frontera una historia que me resultó fascinante y que llegó justo cuando comenzaba a pensar en el tema para este Fui, vi y escribí. En 2015 Agustina compró en la feria del Parque Rivadavia un objeto que -estaba convencida- era un cuadro. A los pocos días, su amiga Jimena Zeitune compró un objeto parecido en una feria de pulgas en donde le dijeron que no se trataba de un cuadro sino de una bandeja. Así fue que comenzaron a comprar más de esas bandejas de vidrio, buscando y averiguando en las redes y en Mercado Libre.

“Son bandejas que aparecieron en los hogares argentinos de clase media en la década del 50″, me explica Agustina. “En algunos casos se usaban para cóctel, para el consumo nocturno de bebidas, copetín, cigarros, etc; y en otros casos son bandejas para trasladar de la cocina al comedor o al living algo casero para comer en la tarde. Una mujer que me vendió una bandeja que era de su madre fallecida recordaba que la sacaba a pasear por la sala cuando venían visitas, con alguna masita, cosas dulces hechas en casa. Este tipo de bandejas fue un rasgo de distinción para algunas familias, de alguna manera imita el estilo art decó que se usó en coctelería en los años 40, pero como es una copia de la copia es considerado kitsch. Para nosotras son bandejas ‘arg decó’. Un objeto de la vida cotidiana cargado de belleza y de historia”.

Resulta que el Museo del Puerto de Ingeniero White de Bahía Blanca, museo público que trabaja con la historia y el presente de la comunidad portuaria de esa localidad a partir de objetos y relatos, se interesó por esta historia y les propuso a Agustina y a Jimena hacer un libro y editarlo. Y así fue: el libro se llama Un misterio llamado bandeja y, además, a partir de algunas bandejas que las autoras donaron, hay una muestra que puede verse en la cocina del museo.

Este último fin de semana, las investigadoras/autoras impartieron además un encuentro taller en el Galpón enciclopédico de Bella Vista, también en Bahía Blanca, un espacio sin fines de lucro que desde hace tres años trabaja con una “colección”, suma de objetos y herramientas (descubiertas y heredadas) que hacen referencia al mundo doméstico de la cocina y a simples oficios barriales.

Entusiasmada con el tema, le mandé imágenes de las bandejas/cuadros a Julieta Ulanovsky, mi diseñadora top de consulta. Quería saber qué sabía ella y me encontré una vez más con su poderosa capacidad de observación y asociación.

Julieta me dijo que esos objetos de alguna manera aparecían en el “Pop Oh Art”, de Benito Laren, un artista argentino original y extravagante que, cuando le preguntaron, explicó así el origen del nombre de su estilo.”Lo llamé así, porque mis tías no sabían que yo pintaba, y cuando vieron mis creaciones dijeron ¡OH!”.

Me despido hasta la semana que viene con los cuadros de Benito y las bandejas de Agustina y Jimena.

Imaginate que en esas bandejas van unos ricos tragos o una copa de tu vino favorito. Te invito a que imagines también que junto con eso va un poquito de brie, otro poco de provolone, unas tostaditas con queso azul, aceitunas negras gorditas y sabrosas, tomates cherries dulzones y, por qué no, unos buenos latkes de papa como los que hacía mi bobe Rebeca. Me gusta la idea de compartir el gusto por cosas ricas.

Habrás visto en esta nota varias imágenes de bodegones de Clara Peeters, una pintora flamenca que recién ahora ha sido reivindicada como una de las iniciadoras del estilo. En sus pinturas hay además pequeñísimos autorretratos escondidos que se ven reflejados en los objetos esparcidos sobre la mesa. Fue una genia del arte, hace poco el Museo del Prado le dedicó una gran muestra.

La querida Babette (la del cuento de Isak Dinesen y la película danesa basada en él) aparece en medio de esta carta para recordarnos lo hermoso que es darles de comer a los demás.

Escribime, si te dan ganas, sobre alguna comida especial que recuerdes o sobre alguna receta que sentís que te representa. Va de nuevo mi correo: hpomeraniec@infobae.com. Leo todos los mails, también los respondo.

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