La pasta italiana: historia de una pasión

2022-07-23 12:06:20 By : Mr. Jack Wang

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Curiosidades de la Historia: Episodio 76

Actualizado a 23 de febrero de 2022 · 14:16 · Lectura:

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Macarrones, espaguetis, raviolis, tortellinis, tallarines...: todos estos nombres indican a las claras que la pasta es la comida italiana por excelencia. La inventiva que el país transalpino ha aplicado a estos productos parece infinita: las listas de tipos de pasta de todas las formas –cuadrados, tubos, cuerdas, espirales...– fácilmente alcanzan los 200 elementos, que se declinan en un sinfín de recetas con sus variantes regionales. Aunque, para escena típica, la de las películas de los años cincuenta y sesenta, con familias napolitanas en torno a un cuenco de espaguetis del que se sirven profusamente, cuando no le hincan las manos sin más. Desde luego, esta pasión italiana por la pasta tiene una larga historia, aunque sólo acabó de tomar forma en el siglo XVIII.

La pasta se elabora con un tipo especial de cereal, el trigo duro (triticum durum), distinto del grano tierno que se usa para el pan común. El grano triturado da lugar a una harina o sémola que se amasa y se modela de distintas formas. Se consume una vez cocida en agua hirviente, directamente en el caso de la pasta fresca, mientras que la pasta secca, la más característica hoy en día, se deja secar y se puede conservar largo tiempo antes de la cocción.

Hoy día sigue abierta la discusión sobre los orígenes de la pasta. La idea de que procede de China y que de allí la trajo Marco Polo es pura leyenda, una mala interpretación de un pasaje del Milione en el que el viajero veneciano aludía a cierto árbol del que se obtenía pasta; probablemente se trataba del sagú, que produce una fécula que se confundió con la pasta. También se ha señalado que en la antigua Roma existía un tipo de tortas llamado laganum, de donde deriva el término lasaña, aunque en realidad son platos diferentes. Parece más bien que la cultura de la pasta de grano duro se desarrolló en el mundo islámico medieval, aunque también pudo venir de Persia, e incluso puede que uno de los focos de difusión fuera al-Andalus. De hecho, nuestro término «fideos» deriva del árabe, fidawh, y una palabra parecida, fedelini, se usa en Génova y su región desde el siglo XIII.

Parece más bien que la cultura de la pasta de grano duro se desarrolló en el mundo islámico medieval, aunque también pudo venir de Persia

El testimonio más significativo de la difusión de la pasta en la Edad Media lo ofrece el geógrafo hispanomusulmán al-Idrisi, quien explica que a mediados del siglo XII, en cierta comarca de Sicilia, existían molinos que producían pasta en grandes cantidades. Es probable que este tipo de pasta procediera del norte de África y que pasara al continente desde Sicilia, región bajo dominio musulmán hasta 1072. En todo caso, a partir del siglo XIII las referencias a los platos de pasta –macarrones, raviolis, gnocchi, vermicelli...– se hacen cada vez más frecuentes en Italia.

De la popularidad de la pasta da cuenta el novelista Boccaccio, que en el Decamerón recoge la historia fantasiosa sobre una montaña de queso parmesano, en cuya cima unos cocineros se dedican a preparar macarrones y raviolis en caldo de capón y tirarlos luego pendiente abajo, para que se sacien los glotones. Hacia 1400, Franco Sacchetti cuenta también cómo dos amigos se reúnen para comer macarrones. Se los sirven en un plato común, como era costumbre en la época, pero uno muestra más apetito que el otro. «Noddo comienza a juntar los macarrones, los enrolla y adentro, ya había mandado abajo seis bocados cuando Giovanni aún tenía el primero en el tenedor, y no se atrevía, al verlo tan humeante, a metérselo en la boca».

En la Edad Media, e incluso hasta entrado el siglo XVI, estos platos de pasta tenían un carácter diferente al actual. No sólo los tiempos de cocción eran más largos –muy lejos de la actual preferencia por la pasta al dente, pues–, sino que la pasta se combinaba con ingredientes que hoy resultan sorprendentes, mezclando sabores dulces y picantes de especias. La pasta se consideraba un plato de ricos, o en todo caso tenía un puesto destacado en los banquetes de la aristocracia del Renacimiento. Por ejemplo, Bartolomeo Scappi, que fue cocinero papal a mediados del siglo XVI, imaginó un tercer plato para un banquete que se componía de un pollo hervido acompañado por raviolis rellenos de una pasta de vientre de cerdo hervido, ubre de ternera lechal, cerdo asado, parmesano, queso fresco, azúcar, hierbas, especias y pasas.

La pasta se combinaba con ingredientes que hoy resultan sorprendentes, mezclando sabores dulces y picantes de especias

La receta de macarrones a la romana (maccheroni alla romanesca) del mismo Scappi es aún más atrevida. Se hacía una masa de harina y migas mezcladas con leche de cabra y yema de huevo, y se aplanaba hasta formar una lámina que luego se partía en estrechas tiras mediante un rodillo cortante (bussolo), para formar los macarrones –no necesariamente en forma de tubo, porque el término macarrón era entonces muy variable–. Después de dejarlos secar, los macarrones se hervían en agua durante media hora, se colaban y se cubrían con queso gratinado, trozos de mantequilla, azúcar, canela y tajadas de provatura, un queso local de leche de búfala. Por último se dejaban media hora en el horno con un poco de agua de rosas, para que se fundiera el queso y los macarrones se impregnaran del sabor de las especias. No es extraño que otro autor del siglo XVI, Giulio Cesare Croce, colocara los macarrones en la lista de los platos que engordan.

Apenas un siglo más tarde el panorama había cambiado, al menos en Nápoles. Allí la pasta se convirtió en un plato popular, incluso en la base de la alimentación del pueblo, hasta el punto de que si hasta el siglo XVI a los napolitanos se los solía llamar comeverduras (mangiafoglia), a partir del XVII se impone el apodo de comemacarrones: mangiamaccheroni, comemaccheroni. Se han dado varias explicaciones de este fenómeno. Una es el retroceso del nivel de vida de la gente común, que limitó el acceso a la carne, mientras que los grandes latifundios cerealeros del reino napolitano o de Sicilia ofrecían trigo relativamente barato. También influían las restricciones religiosas: la pasta era una comida ideal en los días magros en que estaba prohibido comer carne. Pero quizá la razón principal de la generalización de la pasta fue que a partir del siglo XVII se desarrolló su fabricación industrial mediante máquinas como el torchio, una prensa mecánica que permitía elaborar los típicos fideos o vermicelli (que pasarían a llamarse espaguetis en el siglo XIX).

En la ciudad de Nápoles, la pasta se identificó con un tipo social característico, los mendigos o lazzaroni, de los que se decía que sólo se alimentaban de macarrones. «Cuando un lazzarone ha ganado cuatro o cinco monedas para comer unos macarrones aquel día, ya no le preocupa el mañana y deja de trabajar», decía un viajero. Lo que no impidió que la pasta terminara conquistando el paladar de las clases elevadas. El propio rey de Nápoles, Fernando IV, devoraba con fruición los macarrones: «Los cogía con los dedos, retorciéndolos y estirándolos, y se los llevaba vorazmente a la boca, desdeñando con gran magnanimidad el uso del cuchillo, el tenedor o la cuchara...».

Lo que sí cambió definitivamente fue el sabor de la pasta. Desterrados el azúcar y las especias, su lugar lo ocupó el queso, que ayudaba a hacer de la pasta un plato nutritivamente completo. Hasta que a principios del siglo XIX llegó el tomate, un producto importado de América que durante largo tiempo les pareció a los italianos demasiado exótico. De hecho, sólo en 1844 aparece la primera receta del plato de pasta más típico hoy en día: los espaguetis con salsa de tomate.

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